CULTURA DE PARED




CULTURA DE PARED
Pablo Saigí Barbuzano


Hace ya varias décadas, Gyula Halász, más conocido bajo el seudónimo de Brassaï, dijo sobre el grafiti: “El arte bastardo de las calles de mala fama, que acaso no llega a despertar nuestra curiosidad, tan efímero como la intemperie, y al que una capa de pintura borra, se convierte en un criterio de valor. Su ley es formal, e invierte todos los cánones laboriosamente establecidos de la estética”. De esta frase, muy intuitiva para los tiempos en que fue dicha –recordemos que el grafiti, tal y como lo entendemos hoy en día, no había eclosionado–, extraemos una parte en concreto: “y al que una capa de pintura borra”. Es precisamente este apunte el que nos sirve de nexo para situar el grafiti en su medio de exposición: el muro, la pared.

El grafiti es un arte efímero, un impulso creativo y urbano que en muchas ocasiones sufre la crispación social. Algunos explotan las posibilidades plásticas de este arte mientras no todo el que pinta en las fachadas y muros es un artista. Muchos son los grafiteros que sienten la necesidad de expresarse bajos los códigos de libertad pues, independientemente del lugar, su mayor expresión es la que conlleva la palabra independencia. En este sentido, el trabajo pretende mostrar, o al menos incidir en que, lejos de los tópicos que circulan de manera vertiginosa que consideran al grafiti como un acto de vandalismo, la situación no es tan sencilla, o al menos, no como parece. La falta de muros y lugares habilitados para dicha práctica hace que estos artistas urbanos desplieguen su potencial artístico en otros lugares. Los grafiteros buscan otras alternativas, vías y caminos para configurar su estilo, explotar su creatividad y dejar la evidencia del “eso es mío”.

Si uno recorre las calles de Santa Cruz de Tenerife podrá comprobar que existen algunos paneles con un buen número de grafitis que a nadie le hace daño. De hecho, confieren a la ciudad un atractivo especial pero, cuando se hace en otro lugar que no está habilitado para ello, la cosa cambia. Si el grafiti está dentro del sistema, no hay complicaciones; cuando regresa a sus orígenes, surge el problema. El grafiti parece haberse convertido en un elemento más de nuestras ciudades. Las casas, fábricas y lugares abandonados se han convertido en el reclamo principal de la creciente hornada de grafiteros que pueblan nuestra ciudad –no hay más que fijarse en las numerosas firmas que componen los grafitis para darse cuenta de ello–. De esta manera, ante la falta de muros proporcionados para desplegar su potencial artístico, la ciudad y la vía pública se convierten en el espacio predilecto para desarrollar sus trabajos. Pero no es solo la falta de muros lo que nos lleva esta situación. En diversas ocasiones, al grafiti y al grafitero, se le une otro sentimiento que el del simple hecho de dejar constancia de su obra. Hablamos del sentimiento de rebeldía, de inconformismo, de arte urbano e incluso, como me dijo un grafitero, del subidón que te proporciona saltar muros, tapias y saber que tienes un tiempo límite para realizar tu obra.

Mediante una serie de imágenes queremos dejar constancia de las dos vertientes. Es decir, de aquellos que se dejan “seducir” por el sistema y aplicar sus botes de pintura en las paredes preparadas para ello y los que, por una situación u otra, no entramos en juicios de valor, no tienen más remedio que adentrarse en las entrañas de la ciudad, de sus espacios y de sus construcciones para expresarse. Se tiende a pensar que aquellos grafiteros que tienden a plasmar su obra cuando la inspiración viene van contra el sistema, en muchos casos no lo niego, pero no se les puede meter a todos en el mismo saco.


Tanto para el poder establecido como para la gran parte de la población, el grafiti sigue siendo un simple acto delictivo –siempre que se realiza sin permiso como rezaba el titular de un artículo del periódico tinerfeño– que es preciso reprimir. Una de las soluciones que se han encontrado es la habilitación de algunos espacios púbicos para que expongan su obra pero, visto lo visto, y esa es la impresión que nos invade, es insuficiente. Las mismas paredes desde hace años, los mismos grafitis y los mismos lugares. Si quieren retener el aluvión grafitero, algo que dista mucho de la realidad, hay que replantearse  la cuestión y no tomarla a la ligera. Solo hay que detenerse en la cantidad de muros vacíos que, con una capa de pintura neutra y las manos de hábiles grafiteros, el espacio, el muro, deja de ser una simple delimitación para convertirse en un atractivo artístico.
























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